Todos
ansiamos. Todos queremos llegar la la senectud, a la vejez. ¿Quién
no desea vivir lo más lejos posible? En este estadio en que nos
hallamos hemos venido para vivir el mayor número de años, a ser
posible, lustros y... ¿por qué no aspirar a ser centenario?
Difícil lo tenemos. Soñar no cuesta nada. Ignoramos nuestro
destino. No tenemos ni idea dónde iremos destinados ni en que estado
terminal lo haremos cuando llegue la hora crucial de enfrentarnos al
fantasma de la muerte. Pretendemos llegar a viejos con las facultades
físicas y mentales con calificación de notable para no tener
dependencia de nadie. Es una aspiración sana y noble que el ser
humano desea: no estar sometido a las exigencias del prójimo y
disponer de plena autonomía. El llegar a ser viejo, (no mayor,
descartemos este eufemismo) y no presentar una aptitud de sincronía
mental y física estamos casi convencidos que vamos a resultar un
auténtico estorbo, rifa, macabra rifa, de hogar en hogar, de casa
en casa, hasta que se consensúe el meterte en un asilo, ahora,
residencia de ancianos porque resulta menos agria, fuerte esta
palabreja. Un personaje muy tacaño le pidieron un donativo para una
obra social y respondió: “Llévate a mis abuelos”.
El
vértigo de la vida social, las actividades de cada pareja no deja
más alternativa por muy grave y dura que parezca: O se muere uno a
tiempo o te matan a disgusto con las discusiones del sorteo, a ver
quién le tocas. El arrancarte de tus raíces con la “dulce”
expresión: “en la residencia no te va faltar de nada”. ¡Me
rebelo contra esta sentencia! ¡Nunca jamás estaré como en mi
propia casa! ¡Mentira! ¡Burda mentira! ¡En la casa de uno, sea por
las buenas, por las malas o regulares no se está en ninguna parte!
Mi
madre siempre le pedía a Dios que quería, deseaba, morir en su casa
cuando llegase el momento que nos aparta para siempre de este
planeta.
Nuestro
país es una España de viejos. La expectativas de vida han
aumentando considerablemente. No se concibe, los niños no aparecen,
el ámbito económico no es el propicio para embarcarse en la noble
tarea de la natalidad. No obstante se presupuesta, y esto sí es
horrible, con la pensión del abuelo sin querer contar con él para
adquirir un coche nuevo. ¿Es coherente esta actitud?
¿Y
si pensáramos en lo que ellos hicieron por nosotros?
Ellos
con la carga de años perdieron la memoria y nosotros con esa
extremada ambición que nos cobija, nos olvidamos de los trabajos
duros, de las mil vicisitudes adversas que tuvieron que soportar
para que tuviéramos una vida digna.
¿Llegaremos
algún día a reconocerlo?

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